Conocí a las protagonistas mientras estaba desarrollando mi película anterior, El espanto. Estábamos en una ruta bastante alejada, y alguien nos recomendó hablar con un curandero que vivía cerca de un castillo. Cuando llegamos al lugar quedamos sorprendidos al ver una casona con una cúpula en medio de un campo completamente perdido. Golpeé con las manos y del interior salió Justina, vestida con ropa de trabajo. Lo primero que le pregunté fue si podía conocer al dueño de la casa. En esa anécdota ya está presente uno de los temas de la película. Mi prejuicio de clase me impidió imaginar que Justina podía ser la dueña del lugar.
Me invitó a pasar, estuvimos todo el día recorriendo la casa y hablando de su historia. Esto fue hace unos seis años; Justina y su hija Alexia, que en ese entonces tenía catorce años, recién se estaban instalando. Fue tan emocionante aquel encuentro, que pensé incluso en posponer el rodaje de El Espanto y comenzar de inmediato una película con Justina y Alexia. Eso no ocurrió, afortunadamente, porque los seis años que transcurrieron hasta el comienzo del rodaje fueron los que permitieron que forjáramos una amistad, que fue fundamental para que El Castillo suceda.